LA ECOLOGÍA DE LOS SISTEMAS HUMANOS EN EL NUEVO PARADIGMA
Javier Torró Biosca
En 1784 Kant escribía en un folleto titulado “¿Qué es la Ilustración?”, “¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!”. Este texto resulta cita obligatoria para aquellos que quieren entender qué significó el movimiento ilustrado (o iluminado) para el desarrollo del espíritu humano. Kant se queja de la pereza y la cobardía como causas de la dependencia de unos hombres ante otros que se erigen como tutores. “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía del otro”, decía Kant en las primeras líneas del texto. En sus palabras nos trasmite el entusiasmo de un hombre que junto a muchos otros se enfrentó a la mentalidad oscurantista y mística de la escolástica medieval. Quizá por eso su escrito rezuma pulsión de vida en cada una de sus frases y expresa el deseo del alma humana de buscar la libertad y la expresión de sus potencialidades. La ilustración sentó las bases de la modernidad. Sin embargo, tres siglos después, en los albores del siglo XXI, podemos suscribir las mismas afirmaciones que hizo Kant y afirmar que el hombre sigue sin atreverse a utilizar su propia razón, cediendo sus capacidades a la tutela de otros. “Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme”, decía Kant. Esa misma insatisfacción denunciaba W. Reich en “Escucha pequeño hombrecito”: “el hombre no se responsabiliza de su vida ni de las cosas que le atañen”.
¿Por qué sigue ocurriendo eso? ¿Por qué generación tras generación siguen reproduciéndose las mismas circunstancias que merman nuestra capacidad vital? El propio Kant nos da su punto de vista: “Los tutores que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde les metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él. (…) Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura”. Kant apenas vislumbra en su lucidez el drama humano que se desprende de sus palabras pues pensaba que el germen de todos los problemas estaba en la estructura social. Dos siglos más tarde Reich nos permitirá entender cómo se produce esa dependencia humana generación tras generación, mediante el concepto de “coraza caracterológica”. Antes tanto Nietzche como Freud habían sentado las bases teóricas para realizar una mirada profunda sobre la condición del hombre.
Para nosotros, el hombre ha ido perdiendo su capacidad de contacto con la naturaleza, con la vida, con su pulsación energética, y estructurando una coraza que le permite adaptarse y subsistir pero que le impide vivir en sentido pleno. Ejemplo de esta pérdida de contacto de nuestra especie ha sido los efectos catastróficos producidos por el tsunami de hace unos meses. Las imágenes televisivas así como los relatos narrados por los supervivientes en los medios de comunicación, mostraban la total falta de previsión y percepción del peligro. Algunos se quedaban mirando la gigantesca ola que avanzaba por el horizonte y que acababa arrollándoles y quitándoles la vida. Sin embargo, animales de distintas especies fueron capaces de anticiparse a la tragedia y salir huyendo. Mientras, los humanos, comentan con asombro e incredulidad el que no se hayan encontrado cadáveres de animales entre los cientos de miles de víctimas. En la actualidad sabemos que los perros comienzan a ladrar horas antes de que se inicie un seísmo o que los gatos parecen tener detectores sísmicos que les permiten desaparecer cuando perciben alguna vibración. También hay especies de aves o de peces capaces de captar campos magnéticos o pequeñas variaciones de corriente eléctrica. Son conocidos en el terreno de la biología los grupos epideícticos de aves, como los estorninos, que se reúnen al atardecer, en nuestros parques y jardines, para hacer un recuento diario que permite regular el volumen de la población en función de la previsión de las cosechas. Por otra parte, ¿quién no conoce alguna historia de un perro o un gato abandonado a cientos de kilómetros de distancia y que sin plano de carreteras ni de la ciudad, se vuelve a presentar en el domicilio de su desalmado propietario?
Tras esta retahíla de ejemplos estoy tentado en concluir que los animales son muy listos y muy torpes los humanos, al revés de lo que siempre habíamos pensado. Pero lo cierto es que nosotros también somos animales, sólo que bastante abotargados, rígidos y alienados; muy sensibles al frío o al calor pero con las capacidades mermadas para empatizar con nuestro vecino; dispuestos a aceptar todo tipo de placeres superficiales pero incapaces de encajar el más mínimo dolor en nuestros delicados cuerpos. Sin embargo, aunque parezca raro, a veces tenemos intuiciones y en ocasiones son ciertas, aunque tendamos a descalificarlas por poco objetivas y supersticiosas. La madre que es capaz de estar en contacto con su hijo/a, es capaz de entender las necesidades que tiene a esa edad en la que no se expresan por el lenguaje y aún después, cuando el lenguaje no es más que un ensayo de habilidades vocales. La madre que ha perdido esa capacidad de contacto o la deja de lado por inseguridad, acaba confundida con las rutinas y subrutinas de las modas acatadas por su pediatra. También somos capaces de intuir qué puede hacer feliz a nuestros seres queridos o sus posibles dificultades o alegrías. Estudios etnológicos han demostrado como las mujeres de algunas tribus africanas eran capaces de regular su fertilidad en función de la bonanza de las cosechas o de los bienes familiares. Parece que nos vamos acercando a las capacidades de los animales o, al menos, a las de los estorninos.
Para Xavier Serrano, “el ser humano ha perdido su identidad como especie. Nos sentimos extraños, ajenos y nos destruimos sin piedad. La violencia irracional hacia nosotros mismos vinculada a lógicas economicistas y de poder neurótico han evitado permanentemente la armonía con el ecosistema hacia el cual se ha extendido destruyendo bosques, selvas, océanos, ríos, favoreciendo la extinción de miles de especies, separándonos cada ves más de nuestro medio natural. Esta tendencia se ha ido modernizando y perfeccionando hasta niveles extremos de forma que en los últimos cien años hemos puesto en peligro mortal nuestro planeta Gaia, desestructurando la armonía intersistémica que la naturaleza ha ordenado en los tres mil millones de años de vida terrestre” (Al alba del siglo XXI; pág. 13). De aquí surgen la mayoría de los males que acechan al ser humano como especie y nos sitúan al borde de la destrucción de la vida en el planeta.
Fundamentalmente voy a hablar de esto: Del cambio que debe dar el hombre para preservar la vida en el planeta y dar sentido a su existencia. Para nosotros esto pasa por un cambio de paradigma en el conocimiento que algunas personas ya han empezado a deslindar. Queremos aportar nuestros planteamientos basados en el funcionalismo orgonómico de Reich y que hemos enriquecido a lo largo de la historia de la Es.Te.R. con un trabajo de integración interdisciplinar entre profesionales de diferentes campos y que está concretándose en los últimos años, de la mano de Xavier Serrano, en la “Ecología de los Sistemas Humanos”.
Desde esta nueva perspectiva teórica, el ser humano es un sistema formado por varios subsistemas y, a su vez, inmerso en otros sistemas mayores. La familia es un sistema del que el hombre forma parte, también la pareja, el trabajo, el grupo de amigos, el sistema social, etc. La orgonomía ha descubierto cuáles son las leyes de la vida y a partir de ahí la autorregulación funcional de los seres vivos; es decir, de qué forma el animal humano y el resto de animales pueden desarrollar sus capacidades biológicas en salud. Ahora bien, ya Reich se dio cuenta que la salud depende del entorno en el que vive el individuo. Por eso, para nosotros hablar de salud supone hablar de las condiciones de los ecosistemas en los que vive el individuo. En los últimos años comenzamos a intervenir en los sistemas en los que está integrado el ser humano para crear esas condiciones de salud que permitan potenciar sus capacidades personales al mismo tiempo que las del sistema entero. A tal efecto estamos elaborando encuadres específicos de intervención en parejas, en familias, en centros educativos, en centros laborales, etc. Para ello utilizamos aportaciones específicas de la orgonomía, de la ecología profunda y de la teoría de sistemas, fundamentalmente. A esto es a lo que llamamos “Ecología de los Sistemas Humanos”, que no es más que una pretensión de intervenir en los ecosistemas en los que el ser humano está inmerso para facilitar la autorregulación ecológica de los mismos, una mayor conciencia y permitir el desarrollo de sus potencialidades de acuerdo con nuestra visión de la salud.
Resulta procedente comenzar planteándose el propio concepto de “paradigma”, pues hay quien lo cuestiona en el terreno de la epistemología. El concepto de paradigma aparece por primera vez en la historia en la filosofía de Platón, para quien significa ejemplo, patrón o modelo. Es decir, el paradigma es algo ejemplar que sirve de modelo para las cosas sensibles. En este sentido las “ideas” son paradigmáticas y por eso son modelos eternos e invariables del que las cosas sensibles participan.
Ahora bien, nosotros utilizamos el concepto de “paradigma” de Kuhn, un filósofo de la ciencia del siglo XX. Para Kuhn la ciencia que se desarrolla en un determinado momento histórico –que Kuhn llama “ciencia normal”-, lo hace en el interior de un paradigma, dentro del cual se van acumulando conocimientos. Junto a esa ciencia normal existen otros saberes o conocimientos que se enmarcan fuera de ese paradigma, por lo que son rechazados como acientíficos. En el propio paradigma aceptado van apareciendo anomalías e inconsistencias que ponen en duda la validez del paradigma en vigor. Con el tiempo el volumen de problemas contribuye al asentamiento de un nuevo paradigma.
Algunos consideran que la ciencia se encuentra en una “revolución permanente” y, por tanto, no precisa de estos supuestos cambios paradigmáticos. Pero a poco que observemos a cierta distancia, como a vista de pájaro, el “giro copernicano” que se produjo en los siglos XVI y XVII y que dio pié a la modernidad, convendremos en aceptar que supuso algo más que unos cambios de teorías parciales. Aún admitiendo que esa revolución permanente es la actitud que se produce en el período de ciencia normal.
En el libro colectivo “Wilhelm Reich 100 años”, esbozo una teoría que enmarca los cambios de paradigma en un desarrollo histórico del pensamiento humano, o quizá debería llamar de la conciencia humana, hasta nuestros días. Allí hablo de una primera fase de pensamiento animista que correspondería con la época preclásica o mítica. En ella el animal humano aunque ya había tomado conciencia de su separación del resto del mundo, todavía se encontraba en contacto con sus funciones naturales y, por tanto, el repertorio de respuestas ante el medio no ofrecía apenas dudas. Después se daría una fase de pensamiento especulativo propio de la cultura clásica. En esta fase la razón se erige como capacidad superior del hombre, produciendo la escisión entre soma y psique, que corre paralela a la escisión entre materia y energía. Con posterioridad aparecerá una fase de pensamiento místico que corresponde con la Edad Media. Esta fase se caracteriza por la radicalización de la escisión entre cuerpo y alma, convirtiéndolas incluso en dos realidades antitéticas y creando entre ambas un abismo inquebrantable (Jorismos) entre lo divino y lo humano. Ante este exceso de energía hacia lo espiritual, el ser humano reaccionó con la modernidad, que es el paradigma imperante hasta nuestros días. Una fase de pensamiento mecanicista que desarrolla en exceso lo material y en donde cuerpo y alma aparecen como realidades paralelas e independientes. “Así un científico mecanicista puede quedarse unilateralmente con lo material describiéndolo como una máquina y reduciendo lo energético a procesos puramente químicos o conductuales y, sin embargo, en el ámbito familiar ser un fervoroso creyente. La vida es considerada como una propiedad cualitativa dependiente de la estructura material del organismo” (Wilhelm Reich 100 años; p. 22).
El nuevo paradigma ha de ser necesariamente un paradigma ecológico, que suponga un reencuentro con la Naturaleza. Es decir, un reconocimiento, respeto y “comprehensión” de los ecosistemas naturales en los que el hombre está inmerso; así como una aceptación consciente de nuestra naturaleza psicosomática, de la unidad funcional de cuerpo y alma, de materia y energía. Pues si queremos salvar la Naturaleza, la vida en general, tenemos que sentirnos como parte de ella; sentir la pulsación energética de nuestro organismo y esa es la verdadera dimensión espiritual de nuestra existencia y la verdadera religión: la religación del hombre con el Cosmos mediante la conciencia de nuestra naturaleza energética. En definitiva, podemos hablar de un nuevo paradigma ecológico porque el mecanicista imperante hasta nuestros días se encuentra en un atolladero a muchos niveles y es incapaz de dar respuestas adecuadas. El paradigma que proponemos desde la Orgonomía y desde la Ecología de los Sistemas Humanos es más comprehensivo e integrador y recoge saberes y experiencias que no pueden ser explicadas por el paradigma mecanicista, así como aventura respuestas a las cuestiones más acuciantes del ser humano.
Quizá el intento más destacado en los últimos tiempos por ir delimitando un paradigma que se oponga al mecanicista es el de Fritjof Capra. Doctor en física teórica por la Universidad de Viena y autor de varios libros como El Tao de la Física, El punto crucial o La trama de la vida. Desde sus publicaciones ha ido definiendo un paradigma al que denomina “la ecología profunda” que busca la integración de los humanos en el entorno natural, frente a una ecología superficial que es más antropocéntrica. Su visión, al igual que la nuestra, también es holística, en la medida en la que ve el mundo como un todo integrado del que buscamos dar cuenta y no como una visión parcializada propia de la superespecialización mecanicista. Su gran virtud es haber integrado dentro de su formulación toda una serie de científicos punteros en la ciencia actual como ILSA Prigogine, Humberto Maturana, Francisco Valera, Lynn Margulis, James Lovelock, Manfred Eigen, Benoît Mandelbrot o Stuart Kauffman, entre otros.
Su visión es fundamentalmente sistémica, aplicando dicha metodología a la investigación de los sistemas vivos como organismos, sociedades y ecosistemas. Recogiendo también la “hipótesis Gaia” de Lovelock que considera a la biosfera del planeta Tierra como un organismo autorregulado.
Aunque éste planteamiento nos parece una crítica interesante del paradigma mecanicista hecha desde la coherencia científica y la consistencia metodológica, discrepamos en algunos aspectos.
La metodología que plantea Capra es fundamentalmente sistémica, mientras que la que planteamos nosotros además es funcionalista y dialéctica. Su visión le hace recurrir a la Tª General de Sistemas de Bertalanffy o a la Cibernética entre otros desarrollos teóricos, para colocar al mundo en un contexto formado por una red de relaciones cuyas propiedades esenciales surgen de las interrelaciones entre sus partes. En última instancia no hay partes sino meramente un patrón inscrito en una red de relaciones. La desestructuración del sistema supone una pérdida de sus propiedades esenciales. Así pues habla de un pensamiento procesal en el que cada estructura es vista como la manifestación de procesos subyacentes. Para argumentar a su favor cita a Whitehead, a Heráclito y a Cannon, quien formuló la teoría de la homeostasis.
Con esto se contrapone a la ciencia mecanicista que parte de un planteamiento analítico que supone aislar las partes para estudiarlas y comprenderlas mejor. Ahora bien, la propia física cuántica, con la teoría de la indeterminación impide este reduccionismo, en la medida en que las partículas subatómicas carecen de significado como entidades aisladas.
El pensamiento sistémico también plantea, al igual que nosotros, que el propio observador sea tenido en cuanta en la descripción de los fenómenos naturales y en la valoración de los resultados de la investigación. Ya el propio Reich decía en El funcionalismo orgonómico: “La estructura biológica del observador no puede ser excluida de la investigación científica y de la valoración crítica de los resultados de la investigación”. (p. 1).
También coincidimos en la idea de considerar la Naturaleza como cajas dentro de cajas en donde en cada caja operan leyes diferentes. Capra habla de estructuras multinivel, de sistemas dentro de sistemas, con diferentes leyes operando dentro de cada nivel. Lo que nos daría una complejidad organizada de acuerdo a propiedades emergentes que surgirían en un determinado nivel de complejidad. Así podríamos hablar de que una cosa son los átomos, otra los genes, otra los individuos, otra las especies y otra los ecosistemas. Por tanto, las explicaciones se deben dar en el interior de cada nivel y no podemos darlas desde uno sólo sin caer en el reduccionismo y por tanto en el error. Ahora bien, Capra no especifica cómo se comunican e interaccionan los diferentes niveles. Para nosotros, siguiendo a Reich, se producen relaciones dialécticas entre los diferentes “campos funcionales” o niveles. Es decir, cuando un individuo percibe angustia como reacción emocional, en el sistema vegetativo se está produciendo una simpaticotonía; una situación estresante causada por un estímulo externo va a reportar una estimulación hormonal de adrenalina. Es por esto que Reich plantea la necesidad de que se disuelvan las fronteras de la ciencia. La realidad no tiene fronteras aunque tenga diferentes niveles o campos funcionales. Y como el saber acumulado es mucho y ya no es viable la figura del sabio, lo que conviene es el trabajo interdisciplinario en la ciencia. Las fronteras de la ciencia fueron introducidas por la superespecialización de las disciplinas científicas mecanicistas.
Reich siempre decía que el funcionalismo orgonómico es un instrumento de investigación científica, no una filosofía. Por tanto, es un camino para buscar la verdad, no es la verdad misma. Para el funcionalismo cada elemento de una determinada realidad cobra sentido en función de las interrelaciones que se establecen con el todo, es decir, cada elemento realiza una función dentro del conjunto del que forma parte. Esta definición es bastante similar a lo que Capra entiende por sistema.
La denominación de dialéctico para Reich es tan importante como la de funcionalista, y precisa de una cierta justificación. La palabra “dialéctica” surge en Grecia como un método de investigación de la verdad. Pero el significado de dialéctica que nos interesa es el formulado por Heráclito. Para éste es la propia realidad la que es dialéctica y en ella se conjugan el movimiento y la negación como elementos fundamentales. Para comprender esto mediante un ejemplo, podemos pensar como el niño de tres añitos comienza a decir “no” para adquirir su propia identidad. En ese movimiento de negación existe una afirmación más profunda. En nuestras terapias comprobamos lo cerca que está el “no” y el “yo”. Otro ejemplo nos lo ofrece el proceso de amamantar. Mediante la acción de mamar el niño/a incorporan el mundo (no-yo) a través de la boca y lo hace suyo. Al mismo tiempo eso es lo que les permite configurarse como una entidad real, como un yo. Reich se dio cuenta que estos movimientos dialécticos configuran la realidad existencial del individuo y son lo que debemos describir mediante la ciencia. Las funciones de los procesos naturales son dialécticas.
Como decía antes esta metodología de investigación la descubrió Heráclito y para ilustrarla elaboró la famosa imagen del río que tantos comentarios ha suscitado a lo largo de la historia del pensamiento. Eso de que no nos bañamos dos veces en el mismo río. Con esa imagen lo que pretendía era ilustrar la idea del perpetuo fluir de las cosas, es decir, que las cosas son y no son al mismo tiempo. Al igual que la identidad de cada uno de nosotros permanece cambiando y cambia permaneciendo. Por tanto para instruirnos en esta idea de que todo pasa, que todo está continuamente cambiando, se le ocurrió hablar de que no podemos bañarnos dos veces en las aguas de un mismo río, puesto que como el río lleva corriente, las aguas que te bañan en un instante no son las mismas que te bañan en el instante precedente. Esto lleva a Capra a plantear que “todo es proceso”, que no hay partes en absoluto y que el mundo ha de ser visto como una red de relaciones. Creo que esto es malinterpretar a Heráclito. Pues los que afirman que “todo es proceso”, sólo se fijan en el continuo fluir del agua del río pero no caen en la cuenta que pese a todo yo me puedo seguir bañando en “un” río. Esa idea la expresa Reich mediante la “simultaneidad de identidad y antítesis” y Heráclito diciendo que las cosas son y no son al mismo tiempo. Tan nefasto para el pensamiento es decir que la ciencia sólo puede fijarse en las identidades, como hace la ciencia mecanicista, y mantener una visión parcial y fija de la realidad, como decir que sólo existe el movimiento y confundir las cosas con sus procesos. Es decir, el río sigue siendo río con su lecho determinado y puedo seguir disfrutando de mi baño pese a que no me bañen las mismas aguas que lo hicieron en el instante anterior. Si no tenemos esto presente podemos caer en el error en que cayó un discípulo de Heráclito llamado Crátilo, que además fue el primer maestro de Platón, y que ante la experiencia de ese fluir perpetuo de la realidad enmudeció, pues cuando iba a nombrar a cualquier objeto éste ya había cambiado. En palabras de Funes el Memorioso, el curioso personaje del cuento de Borges, Funes se daba cuenta que el perro de las 10’15 visto de frente no era el mismo que el perro de las 10’16 visto de perfil.
Otra idea errónea es en la que cayó Hegel, o quizá algunos hegelianos, que fue el aplicar este esquema de forma rígida en el análisis de algunos procesos, sobre todo los sociales, creando la famosa fórmula tesis-antítesis-síntesis. Los procesos que ocurren a nivel real no se dan de forma rígida, aunque en ocasiones sí se ajustan a ese esquema. Los procesos se despliegan con su propio movimiento y el investigador ha de tomar nota de ese baile de lo real.
La idea de que “todo es proceso” de Capra le lleva a una posición epistemológica subjetivista, rozando quizá el solipsismo, cuando afirma que “la cognición no es pues la representación de un mundo con existencia independiente, sino más bien un constante alumbramiento de un mundo a través del proceso de vida” (p. 277). Para Capra no existen cosas independientes del proceso de cognición. Y unas hojas después dice: “No hay estructuras objetivamente existentes, no existe un territorio predeterminado del que podemos levantar un mapa: es el propio acto de cartografiar el mundo quien lo crea” (p. 280). Mediante el acoplamiento estructural –algo así como la adaptación sistémica del individuo al medio- los sistemas vivos se autoorganizan y autorregulan a la vez que establecen vínculos con su entorno y con el mundo en general. De esta forma los sistemas vivos individuales se comunican y coordinan su comportamiento. Pero este proceso de cognición se identifica con el proceso de la vida y no se considera un mundo independiente, sino dependiente de la estructura del organismo. Se da, por tanto, un permanente alumbramiento del mundo.
Por otra parte, la posición epistemológica que mantiene la ciencia mecanicista es el realismo ingenuo. Para el mecanicismo aquello que percibimos por los sentidos es un fiel reflejo de lo que existe en la realidad. Las cosas del mundo son tal y como las percibimos por nuestros sentidos, mediando en ocasiones los instrumentos científicos. En todo caso, llegan a otorgarle más importancia ontológica a un nivel de lo real que a otro; vinculando dicha atribución a la utilización de instrumentos sofisticados en la observación y la fascinación por la técnica. Así se piensa desde la ciencia mecanicista que el H2O reúne la esencia del agua, al igual que el genoma es la esencia de la vida.
Reich discute estas dos posiciones epistemológicas en “Éter, Dios y Diablo”, y las considera incorrectas, aunque se niega a entrar en una discusión filosófica por considerarla baldía. Parte de la posición epistemológica de Kant según la cual el ser humano posee unas estructuras a priori que condicionan el conocimiento y forman parte de su biología. Pero además, Reich plantea que poseemos una coraza caracterial que filtra nuestras sensaciones y percepciones, e impide o entorpece el libre flujo de la corriente energética de nuestro organismo, condicionando así una determinada imagen del mundo. Ahora bien, para Reich existen funciones naturales objetivas que podemos describir por la razón y que se desarrollan de manera funcional y dialéctica. Estas funciones naturales objetivas son accesibles de forma distorsionada al hombre acorazado. El hombre no acorazado siente y comprende claramente los movimientos expresivos de lo vivo y, en general, las funciones naturales objetivas. Por esto, “sobre un sólo y único hecho no puede haber más que un sólo enunciado objetivamente válido; no hay treinta y seis verdades” (Éter, Dios y Diablo; p. 35).
Estoy de acuerdo en los aspectos fundamentales del concepto de vida que desarrolla Capra en su libro. Parte del concepto de “patrón de organización” como una configuración de relaciones características de un determinado sistema. Tras el estudio de algunos fenómenos que se dan en el mundo físico estructurados como un patrón de organización (como las “estructuras disipativas” de Ilya Prigogine), concluye que el origen de la vida en la Tierra pudo ser el resultado de un proceso de organización progresiva de bucles de retroalimentación. La vida se estructura en forma de red, con un patrón capaz de autoorganizarse, con bucles de retroalimentación y relaciones no lineales entre los elementos de la red. Así pues, los sistemas vivos se definen, siguiendo a Maturana y Valera, como “sistemas autopoiésicos”. “Auto, por supuesto, significa ‘sí mismo’ y se refiere a la autonomía de los sistemas autoorganizadores. Poiesis, que tiene la misma raíz griega que ‘poesía’, significa ‘creación’. Así pues, autopoisis significa ‘creación de sí mismo’”, dice Capra. También recoge los trabajos de James Lovelock y Lynn Margulis sobre la “hipótesis Gaia”, es decir, la idea del planeta Tierra como un sistema autoorganizador vivo.
En general, los sistemas autopoiésicos se caracterizan porque experimentan cambios estructurales continuos, mientras preservan su patrón de organización. Estos cambios estructurales se producen de dos formas distintas: mediante la autorenovación de sus componentes (p. e. la renovación de células en los tejidos humanos) y mediante la creación de nuevas conexiones en la red autopoiésica, bien a nivel interno o como consecuencia de las conexiones con el entorno. Los cambios estructurales que se producen como respuestas ante el medio afectarán al futuro comportamiento del sistema, produciendo un “acoplamiento estructural” con el entorno. Es decir, el sistema aprende y se desarrolla en interacción con el medio. Por eso, “chutar una piedra o darle una patada a un perro son dos cosas muy distintas, como gustaba señalar a Gregory Bateson. La piedra reaccionará a la patada de acuerdo con una cadena lineal de causa y efecto. Este comportamiento podrá calcularse aplicando las leyes básicas de la mecánica newtoniana. El perro responderá con cambios estructurales según su propia naturaleza o patrón (no lineal) de organización. El comportamiento resultante será generalmente impredecible” (La trama de la vida; p. 230-1). Por tanto, la interacción con el medio irá creando un camino propio de cada individuo que corresponderá con la historia de sus acoplamientos estructurales. Es decir, la estructura de un organismo en cualquier momento histórico concreto, es la historia de los cambios estructurales del organismo en interacción con su medio; o dicho de otra forma, de los acontecimientos que han ido marcando su desarrollo ontogenético, tal y como mantenemos nosotros con el concepto de “estructura de carácter”. Disponemos de evidencias suficientes para sospechar que la organización de los sistemas vivos, refleja también los cambios organizacionales que se han producido a lo largo del desarrollo filogenético de la especie.
Desde esta perspectiva podríamos explicar también el fundamento de la “teoría de la resiliencia” elaborada en los últimos años por Boris Cyrulnik. La resiliencia es la capacidad de resistencia al sufrimiento y el restablecimiento del desarrollo en circunstancias adversas. Es decir, cuándo y en qué condiciones el sistema sería capaz de continuar desarrollándose, después de un impacto producido en interacción dialéctica con el medio. El funcionalismo orgonómico enmarcaría esta teoría situándola en el contexto de las diferentes estructuras de carácter.
Sólo me cabe puntualizar a esta concepción de la vida que compartimos en líneas generales con Capra, que hay una deducción implícita en sus argumentos y que él no hace y Reich sí se atreve a hacer. Es la idea de que la vida está continuamente generándose, O dicho de otra forma, no sólo se dio en el principio la aparición de la vida en nuestro planeta sino que hay un continuo trasvase de sistemas no vivos a vivos y viceversa.
Dice Nietzsche: “En algún apartado rincón del universo, que se esparció centelleante en innumerables sistemas solares, había una vez un astro en el que unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más orgulloso y falaz de la “Historia Universal”: pero sólo un minuto. Tras escasas respiraciones de la naturaleza se heló el astro y los animales inteligentes tuvieron que morir. De esta manera podría alguien inventarse una fábula y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lamentable, cuán vago y fugaz, cuán estéril y arbitrario se presenta el intelecto humano dentro de los límites de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo todo haya pasado para él no habrá sucedido nada. Pues para aquel intelecto no hay ninguna misión que vaya más allá de la vida humana. No es sino humano y, sólo su poseedor y su creador lo toma tan patéticamente como si los polos del globo terráqueo giran sobre él. Si pudiéramos comunicarnos con la mosca percibiríamos que también ella vuela por el aire con ese mismo sentimiento (pathos) y que se siente el centro volador de este mundo.” (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral; cap. I). El animal humano en un prodigioso instante de la historia de la evolución de la vida, adquirió un tipo de conciencia que le hizo sentirse diferente al resto de los animales. Los animales tienen conciencia de su cuerpo y del ecosistema en el que se desenvuelven, de acuerdo con las propiedades de los sistemas autopoiésicos. El animal humano además posee autoconocimiento, es decir, no sólo somos conscientes de nuestro cuerpo y de nuestro entorno, sino también de nuestra interioridad. Somos conscientes de que somos conscientes. Por eso somos capaces de establecer fines y proyectos en nuestra vida y colectivamente, así como proyectar una mirada retrospectiva a nuestro pasado y al pasado de la humanidad. Dicho de otra forma, tenemos historia y futurología. O, al menos, tenemos esas capacidades aunque hayan sido reconocidas y asumidas progresivamente y aún hoy podamos encontrar a personas que viven sujetas a la estaca del presente. Además, la humanidad en su conjunto apenas se ha atrevido, como decía Kant, a asumir la responsabilidad de ser hombre y proyectar un futuro común. Desde este punto de vista podemos comprender las palabras de Edgar Morin: “El hombre sigue siendo ‘ese desconocido’, y hoy más por mala ciencia que por ignorancia. De ahí la paradoja: cuanto más conocemos menos comprendemos al ser humano.” (El método. La humanidad de la humanidad; p. 16; Ed. Cátedra). El animal humano, ese ser escindido entre el mono y Dios, ha ido creándose una supercoraza que le permite defenderse de los abatares de la naturaleza y hacer su subsistencia más cómoda. A eso le hemos llamado cultura y ha ido creciendo en volumen y sofisticación hasta extremos inimaginables. Pero en ese movimiento dialéctico no caímos en la cuenta que también nosotros somos naturaleza y que su olvido y deterioro repercute en nuestra salud individual. Estamos pues ante el dilema “natura-cultura”. De acuerdo con Xavier Serrano, o se destruye la natura o somos capaces de facilitar el surgimiento de una nueva cultura susceptible de respetar la naturaleza. En estos momentos nos situamos ya mirando al abismo y no hay otra posible alternativa. Por eso resulta necesario el surgimiento de un nuevo paradigma que permita esa unión respetuosa entre naturaleza y cultura, integrando nuestra dimensión animal y facilitando nuestras capacidades humanas.
El paradigma mecanicista que se desarrolla en la modernidad, ya no nos sirve. Parte de una visión truncada del hombre en la que sólo tiene en cuenta su dimensión mecánica y pierde de vista su pulsación vital, que es lo que nos une al resto de la naturaleza. Por eso hemos ido cayendo en una crisis ecológica que puede tener repercusiones catastróficas. De hecho los biólogos ya reconocen abiertamente que estamos en una época de extinción masiva de especies. Además, las consecuencias de la sociedad tecnológica distorsionan, limitan o eliminan los diferentes ecosistemas de nuestra biosfera y ponen en grave jaque la sostenibilidad biológica del planeta.
El paradigma mecanicista surge con el proyecto de la modernidad. Lo moderno comienza a separarse de lo antiguo por contraposición en el Renacimiento. Sus ideas se afianzan y expanden en la Ilustración. En la modernidad el hombre y la razón se constituyen como los núcleos esenciales, y el progreso, como el motor para conseguir el dominio del hombre sobre la naturaleza. Es la época de la indisputada hegemonía del individuo cuya culminación es la Revolución Francesa que ensalzaba con orgullo la bandera de los ideales de libertad e igualdad generalizadas. Es la época en que el pensar histórico (la acumulación de experiencias históricas en un “espíritu de la época”) y el pensar utópico (el desarrollo de las alternativas de acción y posibilidades de realización de la razón) se unen, y nadie mejor que Hegel realiza esta síntesis. Es quizá por esto por lo que ya en sus textos se puede descubrir una condición de fragilidad y ambigüedad inherente a la modernidad si se descuida el proceso, es decir, si el desarrollo de la razón se hace unilateral.
Por una parte está la “dialéctica del amo y el esclavo” en la Fenomenología del Espíritu; en ella dos “yoes” se enfrentan negativamente en un duelo a vida o muerte; uno de los dos cede pero no ante el otro sino ante el peligro de la muerte y así se instaura un desequilibrio que será el motor de la historia de la modernidad. El reconocimiento de las dos autoconciencia deja de ser bilateral y una de ellas (el esclavo) pasa a engordar el ámbito de lo natural, se cosifica.
Por otra parte, en la Filosofía del Derecho nos dice Hegel: “en medio del exceso de riqueza la sociedad civil no es suficientemente rica, es decir no posee bienes propios suficientes para impedir el exceso de pobreza y la formación de la plebe”, así pues, por su propia dinámica interna se ve llevada fuera de sí misma.
El primer problema se encontraba presente de forma más o menos larvada en el desarrollo y estructuración del sistema capitalista, constituyendo lo que se ha dado en llamar “la contradicción fundamental”. El segundo problema hace referencia a la insita necesidad del capitalismo de desarrollar continuamente la producción para hacer frente a la competitividad y a una mayor rentabilidad. Eso le ha llevado al imperialismo y a la sociedad tecnológica.
En los análisis realizados por Habermas del sistema de sociedad propio del capitalismo tardío, encontramos que interactúan tres sistemas: el sistema económico, el sistema político-administrativo y el sistema socio-cultural. El sistema económico es dinamizado por el medio dinero. El sistema político-administrativo por el medio poder. Ambos sistemas funcionan de acuerdo a la lógica de la razón instrumental, que se preocupa de conseguir los fines propuestos sin detenerse a examinar la bondad o la racionalidad de los medios utilizados. Sólo en el sistema socio-cultural el individuo se encuentra inserto en un “mundo de la vida” estructurado por sistemas de valores y puede actuar de acuerdo a una razón objetiva que procura conseguir sus fines para configurar su vida y su historia de una manera humana. Con la globalización estos desajustes no han hecho más que incrementarse y el “mundo de la vida” se ha ido reduciendo a ámbitos cada vez más pequeños debido al fin de las ideologías, la pérdida progresiva de los derechos civiles y laborales, la manipulación de la información y las conciencias producidas por los medios de comunicación y la desestructuración de las culturas tradicionales con sus sistemas de valores. Desde Europa tenemos una visión sesgada del drama que vive la humanidad. Este drama se ha ido fraguando poco a poco. Como en el mito de la caverna de Platón o en la película de Matrix, vivimos en una gran trampa de la que debemos salir para entender la magnitud de la tragedia.
Esa gran trampa es la que ha permitido que no hagamos caso a las previsiones de Robert Malthus, quien ya en 1798 en su libro Ensayo sobre el principio de la población, alertaba de los peligros del aumento de la población y su incidencia catastrófica en el mundo. Para Malthus la producción de alimentos crece por progresión aritmética, mientras la población lo hace por progresión geométrica. Para paliar estos efectos devastadores para la población y para el planeta, propuso ya en su época la prevención de la natalidad. En el año 2004 éramos 6.378 millones de personas aproximadamente en el planeta, con el consiguiente consumo de recursos de esa población. Aún teniendo en cuenta las enormes desigualdades es un número que sobrepasa, según los expertos, las capacidades adecuadas del planeta. Pero la cifra sigue subiendo y se espera que en el 2050 seamos 8.920 millones de personas. En los foros internacionales nunca se ha querido abordar seriamente esta cuestión. ¿Por qué los políticos no son capaces de afrontar la grave crisis de la superpoblación? Porque así el capitalismo dispone de lo que Marx llamaba el “ejercito de reservas de parados”, es decir, un gran número de personas con deseo de trabajar y sin posibilidades de hacerlo por lo que los que trabajen van a cobrar menos y los derechos laborales se van a ver disminuidos, reproduciendo así la “contradicción fundamental”.
Esa gran trampa es la que sustenta la imagen del hombre como un egoísta racional que calcula instrumentalmente para conseguir sus fines sin reparar en los medios. Donde prevalece la visión hobbesiana en la que “el hombre es un lobo para el hombre” y la emoción dominante en la interacción social es el miedo. El hombre es destructivo por naturaleza y sólo puede ser domeñado por el báculo del poder. Esta visión se ve justificada por las múltiples guerras que han dominado la historia de la humanidad, hasta las preventivas. ¿A quién creéis que interesa esa visión egoísta y destructiva del ser humano? Al capitalismo atroz, que siempre ha hecho de las guerras una oportunidad para enriquecerse y manipular a las masas con total cinismo e hipocresía. Véase las últimas guerras preventivas del presidente Busch y sus acólitos, disfrazados de adalides de la libertad.
A esa gran trampa le ha venido como anillo al dedo la teoría de la evolución descrita por los darvinistas y neodarwinistas, haciendo de ésta una especie de credo en el terreno de la biología pues hablaba de la supervivencia del más apto y de la adaptación de las destrezas del individuo a los desafíos de la naturaleza. Decía Darwin en El Origen de las Especies: “Dado que se producen más individuos que los que pueden sobrevivir, tiene que haber en cada caso una lucha por la existencia.” Esta idea de la selección natural es el dogma que ha dominado la biología en el siglo XX, extendiéndose a amplias zonas de las ciencias sociales mediante el darwinismo social. La idea de adaptarnos a las condiciones del medio social (“normalización”), de ver al otro como un enemigo al que superar para sobrevivir en el ámbito en el que nos desenvolvemos o la creencia de que los que llegan son los más aptos, es una falacia que ha calado hasta nuestros huesos. ¿A quién creéis que beneficia esa competitividad atroz?
Todas estas creencias erróneas y esta trampa en la que estamos inmersos nos han ido llevando al embrutecimiento y a un clima de violencia generalizada. Ese ímpetu expansivo del capitalismo imperialista ha ido destruyendo las culturas tradicionales y los vínculos íntimos de los sistemas humanos y ha convertido al planeta en un erial de individuos desarraigados y embrutecidos. La sociedad tecnológica ha ido destrozando las pequeñas islas de comunicación para convertirlas en monolitos de fría información, donde el contacto se circunscribe a los datos. Y así, una vez más, se da la profecía autocumplida y acabamos creyéndonos que somos seres individualistas, egoístas y que no nos podemos fiar del los otros.
Como el esclavo liberado del mito de Platón, hay que salir de la caverna y atrevernos a mirar al mundo a la luz del sol. Hay que descubrir la gran trampa en la que vivimos. Y para hacer frente a esta tragedia necesitamos amplias dosis de amor. Como la consigna hippy: “yo hago el amor y no la guerra”. Empédocles, un filósofo presocrático que vivió hacia el 440 a.C., creía que habían dos fuerzas intrínsecas a todo lo real y que actúan en todo tiempo y lugar: el amor y el odio. El cosmos es una configuración determinada formada por los cuatro elementos griegos en la que predomina uno e impone su ley. Las cosas se ordenan según el amor. Pero ya desde el inicio de esa configuración cíclica, decía Empédocles que el odio crecía en sus entrañas y producía la separación de los elementos constitutivos de las cosas. Así, por el odio los elementos se separan y vuelven a los “infiernos”, decía Empédocles, donde se construye un nuevo ciclo por obra de la diosa Amor. Así pues, debemos implorar a la diosa Amor que nos permita reconstruir un nuevo ciclo. Para ello debemos ser capaces de mirarnos a nosotros mismos e ir a las raíces de la vida como propugna la orgonomía o la ecología de los sistemas humanos. Michel Odent en Génesis del hombre ecológico dice: “Reconocer la necesidad de cierto contacto del hombre con sus raíces quizá sea un medio de precisar el contenido de conceptos hasta ahora difíciles de definir, tales como los de naturaleza humana, la alienación, la deshumanización. El proceso de deshumanización, de alienación, no sería otra cosa que la separación del ser humano de todas sus raíces. Las condiciones naturales del nacimiento en los países industrializados son inhumanas porque implican una separación madre-hijo, porque la pareja madre-hijo está ‘radicalmente’ separada de todo lo que avoca a los orígenes de la vida. La tecnocracia, el puro intelectualismo, constituyen otros ejemplos del proceso de deshumanización, por separación, ausencia de contacto con las raíces sociales… El inmueble de hormigón se inscribe en el proceso de deshumanización que aísla, separa de la tierra” (p. 17-18). A medida que vayamos tomando contacto con nuestras raíces y creando medios de vida que resulten respetuosos con ellas, iremos contactando también con nuestro propio ritmo. El ritmo es un elemento fundamental para el ser humano, de ahí la fascinación que sentimos por la música. Todo en la naturaleza es ritmo y alterar esos ritmos supone alterar nuestra naturaleza. Tomar contacto con nosotros mismos es tomar contacto con nuestro ritmo interno y respetarlo.
A nivel social el criterio fundamental es la “sostenibilidad”. Capra, desde la perspectiva de la ecología profunda, la define estableciendo una serie de principios de organización que considera básicos para edificar sociedades sostenibles:
1.- La interdependencia. Supone comprender el hecho de que las comunidades ecológicas se encuentran interconectadas en una red de relaciones. Por tanto, cualquier perturbación afecta a toda la red.
2.- La naturaleza cíclica de los procesos ecológicos. Este presupuesto nos llevaría a innumerables reajustes en los sistemas sociales creados. Desde la utilización de energías renovables, hasta la gestión de los residuos urbanos e industriales o las ecoauditorías para analizar las consecuencias medioambientales en los procesos de producción.
3.- La asociación y la cooperación en una democracia participativa de todos los miembros de la comunidad. Aquí jugaría un papel muy importante el concepto de “democracia del trabajo” elaborado por Reich.
4.- La flexibilidad del ecosistema. Relacionado con la autorregulación del propio sistema. La falta de flexibilidad se manifiesta en forma de estrés, lo que induce a una creciente rigidez. Si esta es prolongada puede llevarlo a la destrucción. Por tanto una buena gestión significa descubrir los valores óptimos de sus variables, así como estrategias de resolución de conflictos.
5.- Diversidad en los ecosistemas. Cuando más diversidad hay, más compleja es la red y por tanto más resistente. En las comunidades humanas la diversidad étnica y cultural juega el mismo papel, siempre y cuando la comunidad no está fraccionada desde el principio.
X. Serrano, en una conferencia dictada con el título de “Aplicación del funcionalismo orgonómico a los sistemas humanos” , proponía una serie de medidas institucionales para prevenir y paliar las crisis, entre las que estarían: asumir la enfermedad en nuestras instituciones, permitirse la permanencia en la crisis, que predomine lo cortical y la alianza de trabajo en los espacios institucionales para paliar la irracionalidad pulsional, facilitar espacios de comunicación irracional y de descarga, utilizar corticalmente el respeto entre los colegas, evitar la difamación y la crítica destructiva, buscar medidas de autorregulación a nivel individual y reconocer nuestros límites personales.
También debemos tomar conciencia de la importancia de la creatividad para el ser humano. La expresión creativa nos acompaña desde los albores de la humanidad. Parece constituir algo así como una integración del mundo externo en el yo. Desde mi punto de vista no se ha hecho bastante hincapié en esta capacidad esencial del ser humano, en su necesidad de expresión creativa para ir digiriendo los elementos dispersos absorbidos del ambiente. Una especie de digestión del alma, sin la cual el animal humano se va marchitando y cayendo en una condición de embrutecimiento o, al menos, de pérdida de matices.
Es preciso, también, sacar a la luz unos nuevos valores que inviertan esa imagen del hombre como egoísta racional. Parto de la idea de un ser humano con autonomía moral, competente para crear su propio código moral susceptible de ser regulado por un mínimo de principios morales y capaz de comprometerse con los códigos deontológicos de los sistemas humanos en los que participa. Creo, sin embargo, que se confunde sistemáticamente el egoísmo con el “amor a sí mismo” que según Rousseau es un principio propio del hombre natural. El amor a sí mismo es preocuparse por nuestro bienestar y conservación. El egoísmo es una especie de amor propio que empuja al individuo a mirar por sí mismo a expensas de los demás, pasando por encima de ellos si es preciso. Creo que el hombre debe preservar su “amor a sí mismo” y desechar el egoísmo que es una perversión surgida en el sistema social por los imperativos de la razón instrumental.
El ser humano tiende, por otra parte, a la cooperación y no al individualismo como nos han hecho creer. La cooperación es una estrategia propia de la naturaleza. Los genes de algunas células bacterianas parecen trabajar en equipo, como si actuaran como un organismo único para su supervivencia. En la actualidad se sabe que muchos orgánulos (p.e. las mitocondrias) de las células fueron organismos independientes en un principio y con el tiempo acabaron coordinando funciones y adaptándose en el interior de la célula. Así la simbiosis tiene una fuerza evolutiva mayor que las prácticas destructivas. La coevolución de diferentes especies es otra estrategia bastante extendida en la naturaleza. Así se sabe que los hongos coevolucionaron con las plantas y en la actualidad, prácticamente todas las plantas dependen de algún hongo en sus raíces para la absorción de nitrógeno. Capra plantea, en esta misma línea, la interpretación del sistema inmunológico como una red de personas hablando unas con otras, más que con metáforas bélicas. En todo ecosistema se da un intercambio permanente de energía y recursos, lo que sólo tiene sentido desde la perspectiva de la cooperación.
La cooperación y la asociación también han constituido una estrategia fundamental para el desarrollo del animal humano como especie. Rene Dubos en Un Dios Interior comenta como un antropólogo de la universidad de Columbia, encontró en una cueva de Shanidar, en Irak, restos fósiles de hombres de Neandertal que enterraban a sus muertos sobre lechos de ramas y flores. Además, uno de los esqueletos hallados era un hombre adulto que murió a los cuarenta años víctima de una avalancha de rocas, al que se le había amputado el brazo, por encima del codo, en los primeros años de su vida. Lo que supone un cierto grado de solidaridad con él para mantenerse en vida hasta los cuarenta y cuatro años. Por su parte, la antropología reconoce como uno de los elementos fundamentales de la evolución humana, la colaboración en la caza para la subsistencia de las hordas primitivas, una vez producido el proceso de bipedestación. Otro aspecto que redunda en la importancia de la colaboración y la asociación en el progreso de la humanidad es el proceso de división social del trabajo en los primeros asentamientos primitivos y la categoría de ese hecho social para el desarrollo de la cultura. Maturana apela a la raíz etimológica de la palabra conciencia (con-scire: “saber juntos”) para indicar el valor del contexto social en la aparición y el desarrollo de la conciencia humana.
Por último, hay que apelar al instrumento que más identifica al animal humano, el lenguaje, que es un instrumento de cooperación social que permite desarrollar y afianzar los sistemas humano, la familia, las comunidades, las tribus, e intercambiar ideas y posibilidades de cooperación.
Mi intención no es entrar en un debate con aquellos que plantean el egoísmo y el individualismo como estrategias que aportan mejores resultados a corto plazo. Sé que los cálculos a nivel sociológico se hacen pensando que el hombre actúa como egoísta racional. Como afirmaba anteriormente, tenemos integrada esa imagen de nosotros mismo. La profecía autocumplida. Mi intención es que reconozcamos que hay que revertir esa tendencia y apostas por el apoyo mutuo, la cooperación, la comunicación y, en definitiva, por el amor como energía que mueva nuestras acciones y nuestros planteamientos. Así como por la prevención de la salud desde una ecología de los sistemas humanos que permita la construcción de un mundo más humano, más honesto y más expansivo.