UN CASO DE ESTRABISMO TRATADO CON VEGETOTERAPIA

UN CASO DE ESTRABISMO TRATADO CON VEGETOTERAPIA

EL ENCUENTRO CON LOS FAMILIARES

Como sucede a menudo en el trabajo psicoterapéutico, se tiene la suerte de conocer primero a los padres y luego al hijo «enfermo»; fue así como se me pidió una consulta para asesorarse sobre cómo comportarse con el hijo «imposible».

Así tuvo lugar la entrevista que duró, según recuerdo, casi dos horas durante la cual pude comprender lo siguiente: desde hacía tres años, el hijo, de veinte años, se había vuelto rebelde y «nervioso» y, habiendo elegido con plena libertad la facultad universitaria a la que inscribirse, se negaba a estudiar y a examinarse. Prefería salir con una chica a la que conoció dos años antes con la cual se sentía muy ligado y con la que pasaba más tiempo que con la familia; tenía pocos intereses culturales y el tiempo que estaba en casa lo pasaba leyendo de vez en cuando novelas policíacas.

Había tenido una infancia «serena» rodeado de las preocupaciones de los padres, los cuales, no pudiendo tener más hijos, deseaban para él todas las alegrías y satisfacciones. El padre era un empleado estatal con todas las frustraciones de su modesto trabajo, pero tenía grandes pretensiones culturales y a menudo en la entrevista me interrumpía o interrumpía a su esposa para citar frases famosas, muchas veces inoportunamente; de cultura modesta, había asistido a un instituto técnico y luego se puso pronto a trabajar, casándose muy joven. La esposa, una típica ama de casa meridional, lista, pero no inteligente, inculta, totalmente dependiente del marido, sexo-fóbica, beata, supersticiosa, con una feminidad escondida, tímidamente castrante, bastante masoquista y pasiva, inconscientemente rabiosa, incapaz de ternura.

La actividad de la vida familiar consistía en tirar adelante más o menos bien y en «seguir» al hijo; ningún interés cultural, excepto alguna revista semanal comprada por el padre; ni teatro, ni vida social —sólo con los parientes—; mucha cultura televisiva. Es decir, una familia pequeño-burguesa, con pocas ideas, cerrada a cualquier nueva ideología o conquista.

El mecanismo psicodinámico que equilibraba tal planteamiento familiar parecía estar en la autoridad indiscutida del padre, en la sumisión materna, en la esperanza de un acatamiento por parte del hijo de tales directrices.

Los roles estaban perfectamente divididos: el trabajo externo del padre, jefe y proveedor del dinero necesario para vivir; el trabajo doméstico de la madre, elevado a los límites de las abnegación, de la perfección. El clima emotivo parecía de lo más sórdido: escasas palabras, quejas frecuentes acerca de su vida y sus sacrificios, comentarios sobre las transmisiones televisivas, reproches constantes al hijo; no parecían anulados por este tipo de planteamiento existencial siempre igual a sí mismo, inmutable, monótono.

Durante la entrevista no escuché ni una sola palabra de amor hacia el hijo, ni un intento de comprender las razones de su actitud, ni tampoco el deseo de escuchar: sólo acusaciones, reproches, resentimiento, desconfianza.

Comprendí que el caso no parecía de fácil aproximación: la imposibilidad de comunicarse con los padres y su hostil testarudez hubiera hecho muy arduo el trabajo terapéutico. Excluida su colaboración, dije claramente que me gustaría conocer al hijo antes de poder decidir sobre una eventual terapia; terapia, por otra parte, a la que ellos parecían claramente contrarios. De hecho me comunicaron que antes de dirigirse a mí habían ido a otros neurólogos, los cuales habían prescrito sedantes que el hijo había rechazado siempre; sólo un neurólogo había indicado la posibilidad de un tratamiento psicológico, pero ellos pensaban que su hijo no estaba loco y que de todos modos los buenos consejos también sabían darlos ellos. Si, aconsejados por un pariente lejano, se dirigían a mi era porque esperaban obtener por fin una curación y los consejos que pudieran resolver el caso definitivamente.


EL PRIMER ENCUENTRO CON M.

Cuando veo por primera vez a un posible paciente siempre pienso en la definición que la Organización Mundial de la Salud da de salud: «la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no la simple ausencia de malestar y de enfermedad». Según esta definición se podrían considerar sanas muy pocas personas.

Puede ocurrir que no estemos totalmente enfermos o trastornados, pero cuando no presentamos un bienestar completo, estamos expuesto en mayor o menor grado a la posibilidad de una descompensación, es decir, somos candidatos a la enfermedad.

Quien viene a consulta puede no tener conciencia del malestar general y no estar aparentemente enfermo; puede presentar tendencias sanas y tendencias enfermas en proporción variable y por tanto es más o menos susceptible de un cambio hacia el bienestar. El factor crítico es evidentemente el equilibrio relativo que se establece entre los componentes neuróticos o psicóticos y las actitudes psicoafectivas y caracteriales sanas; está claro que en cada etapa de la evolución individual, en nuestro sistema socio-educativo, coexisten ambas posibilidades, las que llevan a la neurosis y las que tienden a la salud. El equilibrio varía con el tiempo y con las vicisitudes de la vida, tanto de la vida interna del núcleo familiar, como en la adaptación del sujeto a la comunidad circundante.

Cuando entró en el estudio, se correspondía casi perfectamente a la ¡dea que me había hecho de él: no muy alto, muy delgado, tenso, los hombros encogidos hacia arriba, los ojos grandes, el paso agresivo pero inseguro; todo su cuerpo reflejaba una rabia antigua y nunca totalmente expresada, el lenguaje pobre, pero preciso, la boca seca y tensa, los dientes apretados, la mandíbula tensa, la nuez de Adán prominente y muy móvil, las manos alargadas y nerviosas. Luego me detuve sobre los ojos y me impresionó la mirada fría del ojo izquierdo, casi de desafío; lo que no me esperaba, y de lo cual los padres no me habían hablado, era un estrabismo divergente del ojo derecho; no pregunté nada al respecto, esperando volver más tarde sobre el asunto.

La entrevista empezó con mucho esfuerzo y mucha reticencia por parte de M.; me dijo que había venido a mí sólo para contentar a su padre y para evitar oírlo quejarse durante más días; continuó diciendo que no tenía nada de qué hablarme, que su vida era suya y que no comprendía qué esperaba de él; añadió que estaba bien, que se sentía libre y que había hecho en su vida sólo lo que le producía placer.

Lo dejé hablar un poco más sin interrumpirle ni contradecirle, ayudándole de ese modo a expresar toda su agresividad. Después de hablar con mucha franqueza y para expresarle mi comprensión de sus ideas, le expuse las mías a propósito de su condición psicoafectiva. Añadí que en cualquier caso no podría hacer nada sin su colaboración y lo invité a reflexionar sobre si debía vivir por sí y no contra los otros; no le fijé ninguna cita, pero le invité a telefonearme si me necesitaba.

Al cabo de unos días, sin saberlo sus padres, me llamó diciendo que quería hablarme urgentemente.

LA HISTORIA DE M. (SEGÚN M.)

La misma actitud, la misma entonación de voz, idéntica agresividad; solamente en los ojos una luminosidad distinta y una petición: ¡ayúdame! Le pedí entonces que me contara su vida, aquello que pudiera recordar.

Me fue muy útil en este punto la entrevista con los padres; podía relacionar bien las diferentes situaciones y sus conexiones caracteriales y emotivas; en efecto no se puede considerar a un sujeto abstrayéndolo de su contexto familiar. Cada estadio del desarrollo individual está relacionado con el ambiente familiar; su adaptación a dicho ambiente se considera desde un principio como un proceso biosocial; sólo teniendo en cuenta tal proceso, puede el terapeuta afrontar los problemas diagnósticos y terapéuticos.

Aunque los factores hereditarios influyen en varios aspectos de la persona como el tipo físico, la potencialidad energética y parte de la capacidad motora e intelectual, son los procesos de socialización los que configuran el aspecto, la estructura caracterial y el comportamiento. Los canales de expresión de las necesidades fisiológicas se organizan en la interacción social entre el niño y los padres y en las relaciones interpersonales dentro de la familia. La individualidad del niño es incompleta; su autonomía, relativa. Las etapas de desarrollo del niño son en realidad niveles progresivos de integración biosocial con su ambiente familiar y su diferenciación del mismo. En cada etapa madurativa sus instintos, sus pulsiones, sus defensas, su percepción de sí mismo y de los demás, sus conflictos y su angustia deben ser considerados como elementos interrelacionados en un único proceso de adaptación.

M. sabía que había nacido a término en un parto eutócico, que había sido alimentado al pecho durante casi seis meses, que la dentición y el comienzo del lenguaje se produjeron en el tiempo fisiológico. Ningún recuerdo personal de aquel período, ninguna imagen; el primer recuerdo y la imagen confusa de un juguete de madera color rosa. Luego, el discurso fue haciéndose más personal y los recuerdos y comentarios emotivamente más llenos.

La gradual separación de la madre produjo en M. un notable pánico y una inseguridad incolmable que aumentó con el inicio de la asistencia a la guardería; le importunaba sobre todo, lejos de casa, la idea de que su madre pudiera ser «aplastada» por la agresividad paterna. Los recuerdos sobre el padre eran siempre confusos excepto la constante sensación de violencia y de miedo que le infundía cuando volvía a casa y bruscamente interrumpía la relación con su madre, la cual, por otra parte, consentía pasivamente esta separación para atender exclusivamente al marido, el cual expresaba con pocas palabras su presencia en casa e impedía cualquier manifestación de afecto que comportase verbalizaciones que lo distrajeran de la «paz» familiar que deseaba para cuando volvía del trabajo. Si no era satisfecho, usaba modales violentos y pegaba al hijo. M. no recuerda ninguna palabra serena de su padre o que la madre lo defendiera. La edad escolar la pasó entre la soledad y la pesada presencia de su madre, única persona presente en todo momento y suficientemente disponible.

Llegados a este punto le pedí información sobre su estrabismo; me dijo que había empezado hacia los siete años y que había acudido a muchos oculistas, los cuales habían aconsejado una operación, pero el padre se había negado siempre a una intervención que presentaba riesgos y cuyo éxito no era seguro.

Me interesé mucho por el inicio de tal estrabismo y traté de revelar mayormente las sensaciones emotivas de aquel período, pero M. no podía comprender aún mi curiosidad y no daba mucha importancia a mis preguntas sobre el tema. De todos modos había aceptado ese defecto sin traumas particulares, ¡era muy otra la angustia de su existencia!

Mas allá de los límites de su propia familia, en el período puberal, M. carecía de un conocimiento de la realidad social, de formas distintas de aprendizaje en el contexto de unas relaciones más amplias con compañeros y sustitutos de los padres. Tampoco las amistades escolares y la ampliación de cultura y conocimientos habían incidido de forma estimulante ni su evolución social, su educación para la vida y su preparación para la adolescencia; respecto a la cerrazón de su ambiente familiar, era casi total e impermeable a infiltraciones externas.

En la pubertad, sin embargo, empezaron las discordias propias de la adaptación adolescente, emergieron pulsiones sexuales y M. Descubrió la masturbación con grandes sentimientos de culpa en parte relacionados con la cultura religiosa, en parte con la sensación de traición hacia su madre. El descubrimiento de su propio cuerpo en clave hedonista y autoplacentera ocurrió por tanto —no podía ser de otra forma— en una atmósfera de culpa, de pecado, de inseguridad, de arrepentimiento; los padres ya habían inducido graves trastornos en la esfera afectiva, inflingiéndole heridas emocionales; el efecto variaba según la etapa y la duración.

El resultado final fue un grave bloqueo en la maduración de M. como individuo con su yo individual y corporal y como parte de la sociedad: con el inicio de la masturbación aparecieron sus dificultades sociales; vivía aislado, tímido en sus relaciones interpersonales, ausente de la vida social de grupo, con escaso rendimiento escolar que los familiares seguían atribuyendo a su escasa aplicación.

En aquel período, el tema dominante en la vida familiar era el concepto de sacrificio: sacrificio del padre en el trabajo, de la madre en las tareas domésticas, ausencia de sacrificio por parte de M. en el rendimiento escolar. En una familia tan perturbada, la relación entre padres e hijo está fundamentalmente ligada al tema del sacrificio; y analizando bien la dinámica afectiva del grupo familiar en cuestión, también al sacrificio afectivo impuesto al individuo como precio a su pertenencia a ese núcleo. M. ha sufrido este sacrificio como víctima de la creación de un chivo expiatorio en base a ancestrales prejuicios, típico proceso cultural de esta familia. El prejuicio perturbador parecía ser el siguiente: el niño no debe ser diferente de los padres; en tal caso M. asume la función de chivo expiatorio de esa cultura y la actitud sádico-destructiva de los padres.

M. recordaba también que en esa época la violencia paterna era mayor, siempre pregonada como el mejor sistema educativo y como estímulo a la aplicación en la escuela. De igual manera se iniciaron en este período hemicráneas frecuentes, algunas crisis de vómitos, inapetencia, vértigos, sensaciones de pesadez en la región gástrica, estreñimiento, astenia. Un médico al que consultaron en aquel período diagnosticó «crisis de adolescencia» sin entrar, como médico de familia, en la importancia de la tragedia que estaba dañando a M.

En la familia de M. se pretendía que el sacrificio afectivo fuera relativamente total: se le negaba el derecho a vivir, a respirar, a actuar, a conocer, a moverse. El sacrificio impuesto era extremado; la familia de M. se mantenía en un equilibrio estático a expensas de la vida afectiva del hijo. El potencial evolutivo de M. era continuamente debilitado, sometido, destruido; este tipo de daño emocional predispone al derrumbamiento psico-físico.

En este período, la defensa de M. se puso de manifiesto en varias tentativas: buscó atacar a la familia, intentando así obtener por la fuerza la satisfacción de sus propias necesidades; alternativamente se retiró del contacto con ellos, desarrollando una tendencia al aislamiento y a la preocupación excesiva por sí mismo y su cuerpo, con los consiguientes trastornos psicosomáticos que ya han sido reseñados; a veces sentía una angustia excesiva interiorizando los conflictos y viviéndolos en clave masoquista; en otros momentos su control emocional era defectuoso, con descompensación de las defensas, parálisis y desorganización de las funciones de adaptación que producían tendencias sociopáticas.



En otros términos, ahí se produjo el derrumbe social, emotivo, existencial y somático de M. Desde entonces, y más que antes, los padres hicieron aparecer al hijo como «el malo, el enfermo nervioso» al que hay que cuidar y vigilar, pero a su modo, con administración de fármacos por parte de psiquiatras y neurólogos cortos de vista y de ideas confusas. Jamás siquiera una mínima toma de conciencia, nunca una duda, jamás un cuestionarse la propia existencialidad enferma.

A los diecisiete años M. amenazó con suicidarse porque el curso escolar lo estaba perdiendo, y el miedo a la reacción de su padre era enorme. Por este motivo lo había golpeado duramente; mientras, su madre intentó, quizás por vez primera, salir en defensa del hijo; ella se asustó mucho, segura de que el muchacho habría consumado tal gesto para huir de la violencia de su marido, pero el hecho no tuvo consecuencia alguna. Todo volvió a ser como antes y por fortuna aprobó el curso escolar.

M. se abrió completamente en aquella entrevista: se refirió a la muchacha que había conocido con la cual lograba expresarse, comunicarse, encontrarse a sí mismo y también las ganas de vivir. Últimamente casi había interrumpido las relaciones emotivas y comunicativas con su padre, pero ello le comportaba terribles sentimientos de culpa; la angustia y los momentos depresivos continuaban siendo a veces insoportables, otras pasables; la actividad sexual con la chica era incompleta por causa de sus temores; no lograba concentrarse en los estudios, pero sobre todo no tenía ningún impulso constructivo. Había elegido una facultad universitaria «fácil» para poder irse lo más pronto posible de casa, aunque tal vez hubiera preferido encontrar pronto un trabajo; sin embargo, no lo buscaba porque a pesar de todo tenía miedo de abandonar el centro vital de su propio sufrimiento, negándose esto a sí mismo con la excusa de ser incapaz y un inepto.

Al final de la larga conversación, M. decidió que pediría ayuda económica a sus padres para iniciar una terapia conmigo.

Tras un encuentro posterior con los padres, éstos consintieron en la terapia del hijo con mucha reticencia y desconfianza e incluso esta vez decidieron hacerlo en nombre de un ultimo «sacrificio».

LA PRIMERA SESIÓN

Inicié enseguida la labor vegetoterapéutica, explicándole por qué prefería utilizar una metodología de intervención sobre el cuerpo a desarrollar mi trabajo del modo que la cultura oficial y tradicional entendían gráfica y literariamente— el trabajo psicoterapéutico. He de decir que desde el principio al fin hubo una constante «alianza terapéutica», lo que facilitó muchísimo mis intervenciones y permitió una estrecha colaboración emocional e interpretativa.

Recuerdos, miedos, angustia, emociones, sensaciones, obsesiones, rabia, violencia, sentimientos de culpa, fobias, emergían en cada sesión en una continua experiencia emocional; una vez más la labor sobre los ojos demostró ser fundamental para permitir a M. tomar contacto con la realidad de su vida y de su pasado.

Sin embargo, ahí estaba constante el miedo a dejarse llevar completamente por la rabia que la historia de su propia existencia le producía cada vez; eran tímidas tentativas de atacar la situación familiar, de sentir tanta violencia como siempre había padecido no sólo en sentido físico por parte del padre, sino por la totalidad del contexto familiar: la ineptitud de la madre, la cerrazón a cualquier experiencia, la misma prisión en la cual, de hecho, había estado viviendo durante veinte años. Se entraba poco a poco en el tema central de su masoquismo, en su carácter pasivo, en su odio generalizado y contenido, en su inseguridad; cuando estaban a punto de emerger emociones violentas, se producía de manera constante un retiro inconsciente a sus posiciones de autocompasión, de incapacidad, de impotencia.

Por otra parte, también aparecieron las reacciones familiares: el leve y gradual cambio en los comportamientos, en el carácter, en la reactividad de M. ponían en peligro la escala de valores y la misma supervivencia emocional de los padres. Así, mirando más de cerca la relación entre marido y mujer nos dábamos cuenta, M. y yo, que su unión era parcial y superficial; habían logrado un difícil compromiso recíproco, por medio de un acuerdo tácito, de evitar un estrecho contacto afectivo, el cual habría hecho aflorar, con toda seguridad, el resentimiento latente, puesto que ninguno de ellos llegaba a satisfacer la necesidad del otro de encontrar un sustituto parental.

El padre, en buena parte, había canalizado su exigencia afectiva hacia el hijo, escogiendo para sí mismo el rol de padre martirizado e, inconscientemente, martirizante y también en parte para acallar el recuerdo de su propio padre irresponsable y caracterialmente sádico. El era un servidor rabioso de su propio hijo porque nunca podría obtener suficiente satisfacción de su profundo deseo de un padre generoso, y vivía como una amenaza el hecho de que M. creciese y se alejase de él definitivamente.

La madre tenía el rol de guardiana pasiva del hogar y no le estaba permitido ejercer poder alguno, ni el marido le permitía ninguna intimidad afectiva verdadera ni consigo mismo ni con el hijo; era una eterna frustrada en su aspiración de calor afectivo y de apoyo por parte del ambiente. Así los dos padres repetían en su matrimonio algunos aspectos de sus anteriores experiencias familiares: en sus familias hubo una extremada carencia afectiva, una fuerte necesidad de reprimir el resentimiento con el fin de mantener la seguridad, y una aceptación precoz de responsabilidades adultas en edad temprana.

Así podemos comprender por qué para estos padres la amenaza estaba representada por M.; a un nivel determinado ambos temían que la terapia y la maduración de M. hicieran aflorar sus propios sentimientos reprimidos y sus propias aspiraciones frustradas tanto por lo que respecta a sus familias originales como a su matrimonio.

Cuando M. empezó a expresar sentimientos prohibidos y rebeldes hacia ambos padres, ellos se sintieron obligados a negarlos y a castigarlos. Dirigiendo contra él la hostilidad podían mantener su solidaridad neurótica. Especialmente el padre, nunca había manifestado de modo adecuado su fantasía hostil y homicida respecto a su propio padre; había por tanto un miedo dramático e inconsciente a la violencia y a la rebelión potenciales de su hijo, y esto acrecentaba, de día en día y de sesión en sesión, la rabia de M. que percibía — ese clima de defensa extremada de un patrimonio familiar castrante, represivo, sádico. Además, los padres teman necesidad de asegurarse el continuo control de las pulsiones reactivas de M. y de impedirle cualquier expresión de agresividad, y ello por miedo a perder el control sobre la seguridad familiar y la presencia de M., elemento indispensable y asegurador del estancamiento emocional familiar.

Con el transcurrir de las sesiones y el continuo trabajo sobre los primeros niveles, el equilibrio emocional y el miedo a las propias emociones y sensaciones iban disminuyendo, pero M., bombardeado de continuo por los familiares, a duras penas lograba asumir el rol que le correspondía y al cual había aspirado siempre: crecimiento, sociabilidad, reconocimiento del sí mismo corpóreo e intelectual, administración del tiempo y del espacio existencial.

Fue en esta atmósfera emocional y en este período analítico en los que M. y yo vivimos la sesión quizás más importante y estimulante y que permitió acelerar enseguida el ritmo así como encontrar de una vez la clave para la solución definitiva de los conflictos.

En la sesión anterior habíamos insistido mucho en ejercicios emocionales que podían estimular la expresión de la rabia. Estábamos trabajando sobre el segundo nivel, después de una intensa labor sobre los ojos: no había insistido demasiado sobre la convergencia porque sentía la necesidad de ablandar el nivel inferior, convencido de que sin esta labor no se podría atacar el bloqueo de la convergencia. En efecto, estaba convencido de que el estrabismo de M. era un momento de fuga visual de la realidad y que tal bloqueo muscular le permitía no ver en su profundidad su propia violencia reactiva, la violencia de su padre, la ineptitud pasiva de su madre.

Volví entonces, porque me pareció el momento adecuado, sobre el trabajo con los ojos y empecé a insistir en la estimulación a la convergencia.

ESTRABISMO

Creo necesario, llegados a este punto, aclarar algunos conceptos referentes al estrabismo.

Por estrabismo se entiende la posición anormal de un ojo respecto al otro por la cual el eje visual del primero no coincide con el segundo en el punto de fijación. Puede ser por parálisis o concomitante: en el primer caso, la parálisis o paresia de uno o más músculos oculares externos provoca una desviación ocular más o menos evidente; en el estrabismo concomitante, el paciente no tiene una perturbación subjetiva, no acusa diplopia y el ángulo del estrabismo permanece constante en las diferentes posiciones de la mirada.

M. había sido diagnosticado exactamente de estrabismo paralítico en cuanto que presentaba desviación ocular, limitación en el movimiento del ojo paralizado, una ligerísima posición anómala de la cabeza, leve reducción del campo de visión binocular y falsa proyección de la imagen. La parálisis parecía aislada (es decir, afectaba a un sólo músculo).

En el ojo se distinguen músculos externos, llamados músculos extrínsecos, que determinan al movimiento del globo ocular, y músculos internos, lisos, músculos intrínsecos que determinan las variaciones de amplitud de la pupila y la forma del cristalino. Los músculos extrínsecos conectan el globo ocular con la órbita y ésta con la superficie ósea que acoge al globo ocular; por su dirección se distinguen dos tipos: músculos rectos y músculos oblicuos.

Músculos rectos: son el superior, el inferior, el lateral y el medio.

Músculos oblicuos: con el inferior y el superior.

Los músculos recto-superior, recto-medio, recto-inferior y oblicuo-inferior están inervados en el nervio oculomotor (III par de los nervios encefálicos); el músculo recto-lateral está inervado en el nervio abductor (VI par); el músculo oblicuo superior está inervado en el nervio troclear (IV par).(l) Los músculos rectos que tienen un punto fijo en el fondo de la órbita y la inserción sobre el globo ocular llevan a éste último hacia atrás, mientras que los oblicuos, que se insertan sobre la parte anterior de la órbita, llevan el globo ocular hacia adelante.

En el juego recíproco del tono muscular los dos grupos son antagonistas, es decir, los rectos son retractores y los oblicuos son protectores; el ojo se mantiene en equilibrio entre ambas fuerzas.

Específicamente, el músculo recto medio hace girar el globo en el interior; el músculo recto lateral hace girar el globo en el exterior; el músculo recto superior realiza una función mixta de rotación y elevación; el recto inferior hace girar el ojo en el exterior y hacia abajo; el oblicuo superior gira, y dirige el bulbo hacia abajo y hacia afuera; el oblicuo inferior es giratorio y abductor.

Por lo tanto la abducción del bulbo viene determinada por el recto medial y los rectos superior e inferior; su elevación por el recto superior y el oblicuo inferior; su descenso por el recto inferior y el oblicuo superior.

Entre los nervios craneales responsables de la inervación de tales músculos, tic los cuales ya hemos hablado, el III par es somático y visceral, el IV y el VI son sornático-motores. Interesa recordar, por lo que viene a continuación, que el núcleo del III par está conectado con el haz geniculado, con la vía sensitiva central, con vía acústica y con el cerebelo. El núcleo del IV par está en relación con el haz geniculado, con la vía sensitiva central y con la vía acústica. El VI par tiene las mismas conexiones que el IV par y además presenta anastomosis con el nervio óptico y con el simpático.

En el caso de M. el músculo afectado era el recto interno derecho con desviación del ojo derecho hacia la derecha. Tal vez, estaban parcialmente implicados el recto superior y el gran oblicuo.

DE LA EMOCIÓN A LA LESIÓN

Las causas de la parálisis o paresia de los oculomotores podrían resumirse en: traumatismos, tumores, alteraciones vasculares, meningitis, diabetes, trastornos del sistema nervioso central, perturbaciones funcionales del sistema nervioso, neuritis periféricas y enfermedades infecciosas.

En el caso de M., por la anamnesis y diagnósticos emitidos en la época de las frecuentes consultas a oculistas, ninguna de estas categorías había sido tomada en consideración. Y en efecto no era posible reconocer ninguna de tales causas patógenas en la aparición del estrabismo de M.

Las manifestaciones somáticas de la emoción son un aspecto esencial de la emoción misma, la premisa imprescindible del hecho subjetivo a ella asociado; la manifestación de la emoción es un elemento necesario en el desarrollo completo del hecho emotivo, y las manifestaciones somáticas, mínimas, endocrinas, neorovegetativas son indispensables para la toma de conciencia de la emoción misma, la cual sin su constante y normal expresión es reprimida de la conciencia, aunque sigue estando, sin embargo, presente en el organismo.

Está comúnmente aceptada la posibilidad de la transformación de un hecho emocional consciente en un síntoma somático, presente en la conciencia sólo por el resultado final del síntoma extraño y no vivido. La transformación inversa es bien conocida por todos los psicoterapeutas y por muchos pacientes. Existe una relación constante entre activación cortical y emoción. La activación cortical no representa sólo una reacción a los estímulos vitales elementales, sino también el continuo flujo sensorial y neurovegetativo cotidiano, con lodos los cambios de intensidad y de nivel; este flujo es sensorial y emocional.

Estos estímulos senso-emocionales que están en la base de tal activación cortical pueden ser conscientes o totalmente inconscientes; he aquí, por tanto, una realidad psicodinámica emocional inconsciente, pero sin embargo profundamente activa en la economía del organismo; estos estímulos, con mucha probabilidad, explican diferentes resonancias emocionales y por consiguiente, diversas reacciones somáticas según estén más o menos asociados a anteriores estímulos conscientes ansiógenos. Entre todos los procesos biológicos, y quizás en mayor grado que todos los demás, los procesos emocionales tienen la particularidad de implicar e integrar varios niveles: el sistema nervioso, el sistema neurovegetativo, el sistema endocrino, el muscular, el psíquico. La emoción es el punto de encuentro más significativo, más típico y más completo entre psique y soma, entre psicología y fisiología, y el «trait d’union» (guión, enlace; en francés en el original) inseparable entre pensamiento y corporeidad; es la constante demostración de la unidad funcional de la individualidad biológica. La emoción interviene, por una parte, en las modificaciones y alteraciones de la vida psíquica; por otra manifiesta y expresa modificaciones orgánicas transitorias o permanentes, incluso bajo la forma de supresión de los efectos del hecho emocional.

En efecto, podríamos medir la intensidad y los cambios de las emociones a través de las subsiguientes modificaciones somáticas; los cambios fisiológicos más frecuentes que siguen a los estímulos emocionales pueden ser resumidos (para una mayor comprensión del problema y mejor conexión con nuestra experiencia cotidiana) en: cambios de la presión y del volumen hemático, modificaciones en la circulación con vasoconstricción y vasodilatación, alteraciones de la frecuencia cardíaca, del ritmo respiratorio, de la temperatura cutánea, de la peristalsis gastrointestinal, de la secreción salivar y de la tensión muscular. Los cambios en este último parámetro son fundamentales porque todas las emociones se inscriben en el tejido muscular estriado determinando la postura y la actitud corporal, los llamados bloqueos musculares, que son la expresión física de nuestro carácter, la manifestación visible de nuestras angustias, la expresión palpable de nuestras vivencias.

Es sobre tales contracturas musculares crónicas sobre las que actúa la vegetoterapia, modificando por medio de movimientos que recorren nuestra andadura emocional, las tensiones de defensa, las actitudes de miedo, las posturas de huida, reestructurando —a medida que emergen recuerdos y se reviven las ansiedades— el equilibrio del sistema nervioso vegetativo, los modos de reacción a las tensiones actuales, reconquistando una sana agresividad que ya no se expresa con conductas destructivas… en una palabra, modificando definitivamente el carácter, adecuándolo al ser adulto y a una sana conciencia de la realidad.

Se reactivan, por tanto, procesos fisiológicos vegetativos que ya no disfrazan las emociones sufridas expresándolas con comportamientos distorsionados, psicosomatopatológicos, sino que se reconquistan las funciones capaces de permitir la lucha y el tesón, la conciencia del propio Yo y la. capacidad de socialización. Determinados impulsos ya no serán reprimidos o inhibidos y podrán así expresarse de forma adecuada; ya no se crea una tensión crónica emotivo-muscular que influye en el sistema autónomo y en el sistema endocrino. Se continúan dando respuestas vegetativas a los estímulos externos como conductas fisiológicas normales que acompañan a los estados emocionales: en otros términos, las tensiones ya no se cronifican por miedo a expresar reacciones sino que encuentran una adecuada expresión en el comportamiento voluntario y en la adquirida seguridad en la propia presencia.

A cada nueva situación emocional corresponden cambios físicos específicos que desaparecen gradualmente con la disminución del estímulo, sin el proceso inconsciente de repesca de situaciones análogas anteriormente vividas, eliminando así el impulso a repetir comportamientos y reacciones caracteriales de sufrimiento. Tales impulsos de repetición están en la base de las tensiones musculares crónicas y por consiguiente de las defensas caracteriales y de las disfunciones de los órganos que llevan, a largo plazo a las graves lesiones morfológicas de esos mismos órganos: así se explican leves o graves enfermedades crónicas, inatacables por medio de fármacos, que acompañan la vida de tantos individuos y que, en definitiva, expresan no el malestar de ese órgano, sino la incapacidad de ese individuo de existir en una adecuada relación consigo mismo y con la realidad circundante. Es más, a veces, el estado de «enfermedad» representa la «ventaja secundaria» que el paciente inconscientemente obtiene mediante su síntoma. Los cuidados, mimos y atenciones que acostumbramos a dar a los niños cuando están enfermos estimulan a veces un recuerdo placentero de la enfermedad y en el adulto determinan la búsqueda del afecto y del interés que se le proporciona como «enfermo». Se cierra así el círculo de la enfermedad psicosomática, del síntoma neurótico, de la actitud caracterial pueril e irresponsable: en una palabra, el adulto no es tal, no asume su responsabilidad, no sabe gestionar sus propios instintos, no logra vivir los propios afectos, no socializa, no se expresa en la actividad laboral. Por tanto, los síntomas psicosomáticos tienen aspectos expresivos actuales y motivaciones finalistas; si en un tratamiento psicoterapéutico no se atacan las motivaciones del síntoma y de las defensas caracteriales, no desaparecerá nunca la personalidad neurótica, y la terapia sólo surtirá efectos superficiales y transitorios. A menudo, y esto ocurre sobre todo en las terapias verbales que excluyen el trabajo sobre las emociones ligadas a las contracturas somáticas crónicas, el paciente lo comprende todo y conoce perfectamente las reglas del juego de la defensa, de la sustitución, tic la proyección y tiende a crear una única alianza terapéutica: la que hace con su propia neurosis en un juego autodestructivo y masoquista que prolonga indefinidamente la terapia sin cambiar las bases defensivas y caracteriales.

LA SESIÓN DETERMINANTE

M. presentaba una estructura caracterial principalmente masoquista, con difusos rasgos anales y edípico; esta estructura suya había ido envolviendo toda su existencia y había tenido consecuencias en el aspecto social; los síntomas que se presentaron durante la adolescencia habían sido una forma de reaccionar a la propia impotencia y un modo de sentirse vivo además de estimular el interés afectivo sobre sí mismo.

Sin embargo, el síntoma fundamental había sido ignorado por él mismo, por el médico de cabecera y también por los oculistas consultados: el síntoma, y estoy hablando claramente del estrabismo, representaba en un período presintomático de su existencia (recordemos que el estrabismo apareció hacia los siete años) el canal a través del cual expresar, entonces y en el futuro, la huida de la realidad paterna, el no ver el «tipo» de vida propio, anular cualquier contacto con su propia rabia y su propia violencia reactiva. Al padre no se le podía tocar ni podía ser cuestionado, su vida entonces no era modificable, la madre era inmutable en su pasividad; con ese síntoma se había impuesto también no tomar nunca conciencia de su propio estado caracterial y emocional; se había condenado a una existencia pasiva e insulsa.

Evidentemente a este proyecto neurótico infantil se había opuesto la reacción sintomática adolescente, acaso un último intento de reaccionar a una situación conflictiva psicótica: entre la muerte y el malestar, afortunadamente M. escogió el sufrimiento llevado al nivel de la conciencia, iniciando así el camino que le llevaría después al tratamiento de vegetoterapia.

Volvamos a la sesión sobre la convergencia: con mucho trabajo y paciencia, milímetro a milímetro llegaba a modificar temporalmente la posición de su ojo derecho, que empezaba apenas a movilizarse hacia la nariz. En este punto explotó una rabia terrible que se manifestó con gritos, puñetazos sobre el diván, puñetazos dirigidos a mí, agresiones verbales, patadas… después la violencia se canalizó progresivamente hacia la figura paterna desembocando fatalmente en una serie interminable de recuerdos frustrantes, de palizas, agresiones y privaciones sufridas. También emergieron algunos recuerdos de la aparentemente oscura etapa preverbal; no le perdí en ningún momento de vista y seguí mirándole de continuo a los ojos y, en un clima de profunda emoción personal, observé cómo el ojo derecho tomaba una posición normal. Al principio no se dio cuenta y no no se lo hice notar, esperaba con ansiedad que se diera cuenta él solo. Todo ocurrió en el espacio de pocos minutos; incrédulo, sudoroso, agotado, me abrazó en un arrebato, abandonándose a un llanto liberador.

Noté entonces que el ojo tendía a retomar la posición estrábica; tuve un instante de indecisión, pero pensé que una vez resuelto el síntoma fundamental, aunque sólo fuera temporalmente, era mejor detener en ese punto el juego de la emoción y dejar para la próxima sesión la continuación de la labor.

Así ocurrió: todavía durante muchas sesiones trabajamos sobre los ojos y sobre la rabia al mismo tiempo, hasta que la trampa del miedo y la angustia a vivir conscientemente la realidad de la propia infelicidad se fuera atenuando y el síntoma desapareciera gradualmente.

En estos momentos de la terapia se produjeron cambios sustanciales en la vida de M.: empezó a interesarse por sus estudios, hizo por vez primera el amor con su chica, se creó amigos, cuidaba más de su persona, a veces estaba jovial y cada vez más a menudo «osaba» mirarme a los ojos.

El comportamiento concomitante de los padres fue típico: hasta entonces siempre me habían enviado los honorarios con notable retraso, a veces reduciendo el número de sesiones; nunca se habían preocupado en llamarme por teléfono o de dirigirme una nota. Estábamos entonces cerca de las fiestas de fin de año y por vez primera fui retribuido en el tiempo y medida exactos; me enviaron además una cajita de vino con una sencilla tarjeta de felicitación;

sencilla, pero para mí extremadamente simbólica y gratificante. M. me informaba que la atmósfera familiar, a medida que su estado emotivo mejoraba, era más sosegada y se iniciaban, entre ellos tres, comunicaciones verbales frecuentes y no superficiales.

La terapia continuaba: pasamos poco a poco al nivel inferior; el tema dominante era siempre el miedo a expresar la rabia y, caracterialmente la actitud masoquista. Trabajamos juntos durante otros dos años. Estaba ya próximo a la licenciatura y había conquistado posiciones somáticas y caracteriales satisfactorias: la sociabilidad, la sexualidad, la conciencia de sí mismo, la seguridad de querer ser, el afán cultural, eran ya una meta próxima a concretizarse. De común acuerdo decidimos reducir el ritmo semanal de las sesiones hasta la definitiva suspensión de la terapia.

De vez en cuando M. viene a verme; es un muchacho cordial, centrado en su trabajo, estimulado por múltiples intereses; conserva algunos rasgos caracteriales masoquistas, pero es plenamente consciente de ellos y los gestiona con humildad y humor. Mantiene relaciones correctas con sus padres, los cuales han aceptado de mala gana que se haya ido de casa. Y aún muestra un gran afecto hacia mí.

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